El asalto, saqueo y posterior incendio que sufrió Las Palmas en 1599 a manos de la flota del almirante holandés Pieter Van der Does es uno de los acontecimientos de mayor trascendencia sucedidos en la ciudad.
Durante el siglo XVI Las Palmas tuvo que hacer frente a distintos tipos de calamidades (sequías, epidemias, hambrunas, malas cosechas, etc.), pero siempre mantuvo un crecimiento floreciente al socaire del tráfico marítimo. Y aunque la ciudad había sufrido ya varios intentos de invasión por parte de flotas tanto francesas como inglesas, el asalto holandés de finales de siglo tuvo unas consecuencias devastadoras. A lo largo de doce días Las Palmas sufrió un castigo de tal magnitud que a partir de ese momento la ciudad no volvió a ser la misma.
Los antecedentes de este trágico suceso hay que buscarlos en 1566, cuando las provincias del norte de los Países Bajos se levantaron contra Felipe II, comenzando así una guerra que duraría más de ochenta años. A finales del siglo XVI las fuerzas navales de las Provincias Unidas (sobre todo de Holanda y de Zelanda) buscaban por todos los medios hacer daño a las posesiones españolas. En este contexto, los dirigentes neerlandeses organizaron en la primavera de 1599 una potente escuadra al mando del marino y general de artillería Pieter van der Does, con el claro objetivo de atacar diferentes dominios de la monarquía hispánica. Las Palmas era por aquel entonces uno de esos prósperos dominios.
La flota que zarpó de Flesinga el 28 de mayo de 1599 estaba compuesta por 73 navíos (luego se uniría uno más rezagado) y llevaba a bordo unos 12.000 hombres, entre marineros y soldados. La armada se dirigió primero al puerto de Plymouth, donde hizo una corta escala, para luego realizar dos intentos frustrados de asalto a plazas españolas: primero a La Coruña y, más tarde, a Sanlúcar de Barrameda. Ante ambos fracasos, el almirante neerlandés puso rumbo a las islas Canarias.
El 26 de junio de 1599, todavía sin amanecer, los vigías de la Isleta divisaron la flota en aproximación a Gran Canaria. En la ciudad de Las Palmas cundió inmediatamente la alarma y comenzaron los repiques de campanas de las iglesias llamando a rebato. El gobernador, Alonso de Alvarado, que casi cuatro años antes había rechazado la flota del almirante inglés Drake, organizó la defensa bajo varias premisas fundamentales: por un lado, refuerzo de la fortaleza de la Isleta; por otro, puesta a punto de las trincheras situadas en los arenales de Santa Catalina, además de acondicionar el torreón de Santa Ana y movilizar a efectivos, tanto de la ciudad como del resto de la isla, ubicándolos a lo largo de los puntos más vulnerables de la costa.
Entre las ocho y las nueve de la mañana de ese 26 de junio los navíos invasores se alinearon junto a la parte noreste de La Isleta. Cada barco holandés traía a remolque una, dos y hasta tres lanchas de asalto, unas 150 en total, junto a otras chalupas que navegaban independientes. De inmediato comenzó el fuego. La artillería holandesa estuvo casi dos horas barriendo la plaza de armas de la fortaleza de la Luz, cuyo alcaide, al sentirse amedrantado ante tanto fuego, ordenó a sus subordinados abandonar sus puestos, dejando el fuerte sin acción. Los atacantes se acercaron con sus lanchas, mientras desde los barcos seguían batiendo toda la costa con sus cañones.
Hubo cuatro intentos consecutivos de desembarco por parte de las tropas invasoras (dos por el embarcadero del puerto de Las Isletas, uno por la caleta de Santa Catalina, y otro por una pequeña rada que existía al norte de la playa de Santa Catalina), todos rechazados por las distintas fuerzas costeras. Ante las tentativas fallidas, Van der Does dio órdenes de agrupamiento a sus barcazas. Los defensores pensaron que este movimiento de repliegue era una retirada definitiva, por lo “…que la gente de la tierra le dio una vocería y començo a publicar vitoria…”. Nada más lejos de la realidad. Las barcas volvieron y, esta vez, lograron llegar a tierra por un tramo de costa que carecía de defensa al estar de forma casi permanente batido por el mar y lleno de escollos, pero ese día las aguas estaban tranquilas y las barcas sortearon las piedras. A la quinta fue la vencida. Los holandeses tocaban por fin suelo canario.
En la orilla se luchó cuerpo a cuerpo en un combate durísimo. Fueron muchas las bajas por ambos lados; el capitán general Alvarado cayó herido gravemente en una pierna. Poco a poco los invasores fueron ganando terreno y los canarios, ante el empuje invasor, no tuvieron otra opción que el repliege. A mediodía, la zona del istmo y los arenales eran de los holandeses. Sobre las tres y media los defensores se habían guarecido en el interior de la muralla de la ciudad.
Allí se reunieron las autoridades canarias y allí intentaron tapar cualquier resquicio por el que se pudieran colar los invasores. Además, se acordó que ancianos, mujeres y niños abandonaran la ciudad hacia Santa Brígida, San Mateo y otros núcleos del interior de la isla.
Mientras tanto, las fuerzas invasoras redujeron definitivamente el castillo de la Luz y sus ocupantes hechos prisioneros. Más tarde, los holandeses se apostaron amenazantes frente a las murallas, a la vez que enviaron un destacamento hacia la Dehesa de Tamaraceite, para desde allí poder tomar la ciudad por la espalda. Unos 6.000 hombres acamparon cuando caía la noche en los alrededores de la ermita de Santa Catalina y zona colindante.
Durante la madrugada del día siguiente, domingo 27, los invasores avanzaron en orden hacia la muralla con el objetivo de tomar la ciudad, pero desde el castillo de Santa Ana los canarios los rechazaron con eficientes descargas de fuego. Ante esto, la tropa asaltante tomó refugio en la parte trasera del hospital de San Lázaro y en las trincheras de los arenales, cerca de la ermita de San Sebastián. A pesar de que la estrategia de asalto de los holandeses era atacar por dos puntos diferentes (por la muralla cercana a la costa y por el cerro de San Francisco en altura), a lo largo de ese día los canarios pudieron con las diversas acometidas.
No sucedió lo mismo al día siguiente, lunes 28. Los holandeses, ahora con mayor carga de artillería, consiguieron abrir brecha en la defensa y adentrarse en la ciudad. Comenzó entonces el pillaje y el saqueo del lugar que ya había quedado desierto tras el abandono de sus habitantes.
Una vez que Van der Does se instala en Las Palmas, decide entonces enviar una carta a las autoridades isleñas resguardadas en el interior de la isla. En la misiva, con tono altisonante y faltón, exigía la presencia de alguien con quien negociar un rescate o de lo contrario amenazaba con destruir totalmente la ciudad, a la vez que se internaría en la isla, causando el mayor daño posible. Los canarios, indignados ante el tono del invasor, esperaron hasta el día siguiente, 30 de julio, para enviar como negociadores al capitán y regidor Antonio Lorenzo y al canónigo Cairasco de Figueroa. Ambos fueron recibidos por Van der Does en la propia casa de Cairasco, en pleno barrio de Triana, frente al convento franciscano, lugar donde se había instalado el jefe holandés. Las condiciones del rescate fueron inasumibles para los isleños.
Al día siguiente, jueves 1 de julio, Van der Does volvió a enviar a dos emisarios con el objetivo de averiguar cuál era la cantidad de dinero que los residentes podían ofrecerle como rescate, otorgando un nuevo plazo temporal antes de cumplir sus amenazas. Se le contestó “que hiziese lo que quiziese, que la gente de la isla se defendería…” Si quería adentrarse en la isla, allí lo estaban esperando. El día 2 se cumplió la fecha del ultimátum; nada ocurrió.
El siguiente día, un caluroso 3 de julio, cerca del mediodía, los holandeses comenzaron su gran ofensiva con unos 4.000 hombres laderas arriba. La tropa se fue internando en el monte Lentiscal, donde los isleños esperaban agazapados. A la altura de un cerro conocido como “El Batán”, los españoles les hicieron frente en medio de la espesura vegetal. Los holandeses intentaron salir del bosque, pero su retirada fue desorganizada, cayendo por laderas de barrancos escarpados y sufriendo numerosas emboscadas. La victoria de las fuerzas canarias fue rotunda. A este hecho bélico se le conoce como la batalla de El Batán o de La Cruz del Inglés. Los holandeses que pudieron escapar llegaron como pudieron a la ciudad cuando el sol ya se estaba yendo y pensaron que tal vez los españoles, envalentonados y con las armas recogidas tras su precipitada retirada, podían sitiar la ciudad.
Ante esta situación, el domingo 4 de julio, Van der Does decide evacuar y retirarse a sus barcos anclados en la bahía de La Isleta, no sin antes saquear lo poco que quedaba en la ciudad e incendiarla de paso; el objetivo último estaba claro: causar el mayor daño posible. Con todo, la escuadra se mantuvo todavía amenazante cuatro días más frente a Las Palmas. Durante esas jornadas los holandeses se dedicaron a reparar sus naves, a solicitar rescates e intercambios de prisioneros y a recontar todo lo que habían robado.
El jueves 8 de julio, a primera hora de la mañana, tras doce largos días, la escuadra holandesa levó anclas y partió hacia el sur de la isla, efectuando aguada en Maspalomas. Luego enfiló hacia La Gomera, donde la villa principal de San Sebastián fue saqueada. Tras dejar atrás su rastro de destrucción y miseria, la flota se dividió en dos: una parte se dirigió a los Países Bajos con lo capturado, y otra siguió su viaje por la costa africana hostigando las posesiones hispano-portuguesas. Van der Does moriría meses más tarde en este último periplo, víctima de una terrible epidemia que diezmó a su tripulación.
Los daños en la ciudad de Las Palmas tras las casi dos semanas que los invasores estuvieron en ella fueron cuantiosos. A la catedral le arrebataron las campanas, el reloj, ornamentos sagrados, alhajas y diversas obras de arte, así como parte de la documentación del archivo catedralicio. Los holandeses destruyeron todo lo que tenía que ver con la religión católica: retablos, altares, púlpitos y todas las imágenes; además de órganos y parte del coro. Fueron arrasados el palacio episcopal, las casas de la Audiencia, el Cabildo y la sede de la Inquisición. Sufrieron incendio el convento de Santo Domingo, el de San Francisco y el de las monjas bernardas de La Concepción. Destruido quedó el hospital de San Lázaro, también numerosas ermitas y muchas casas principales, tales como la magnífica del oidor Bedoya o la de Cairasco de Figueroa. La infraestructura militar casi desapareció del mapa. En total cientos de miles de ducados en pérdidas, a lo que habría que añadir valiosas mercancías embarcadas en los barcos enemigos. Es verdad que el número de víctimas fue mucho más numeroso en el bando invasor que entre los locales, pero, en definitiva, todo el episodio fue un enorme desastre para la ciudad.
Las Palmas tardó en recuperarse del golpe. La joven, alegre y dinámica ciudad del siglo XVI, abierta y cosmopolita, comenzó el XVII con la cabeza baja y lamiéndose las heridas. El impacto de este hecho fue enorme, no sólo desde el punto de vista material sino también por el golpe moral que supuso. Con constancia y esfuerzo la ciudad comenzó una nueva etapa de reconstrucción. Tocaba mirar hacia adelante y resurgir de sus propias cenizas.