Los diferentes elementos constructivos que durante siglos formaron parte del sistema defensivo del Archipiélago han sido testigos fundamentales de nuestro devenir histórico. Canarias, dada su situación geoestratégica como nudo importante del tráfico marítimo, pronto se convirtió en un escenario donde la piratería, el pillaje y las amenazas de invasión estaban a la orden del día. Primero portugueses, luego franceses y berberiscos y, más tarde, neerlandeses y británicos, acosaron de manera sistemática nuestras costas en su empeño por dañar los intereses de la por aquel entonces poderosa Monarquía Hispánica. Castillos, fortalezas, torres, murallas, baluartes, baterías y reductos, muchos de ellos hoy desaparecidos, desempeñaron durante siglos una eficaz labor de protección ante las continuas y variadas amenazas exteriores.
La ciudad de Las Palmas estuvo en el punto de mira de las flotas enemigas durante el siglo XVI al haberse configurado, junto con Santa Cruz de La Palma y Garachico, en uno de los núcleos más prósperos de esta parte del Atlántico. La localidad grancanaria contó desde casi su fundación con una única fortaleza, la de La Luz, que daba protección a la amplia bahía de las “Isletas”, zona de refugio de numerosos navíos comerciales que buscaban la costa para sus transacciones. Estaba claro que dicha fortaleza era del todo insuficiente para la defensa de un amplio litoral donde abundaban los arenales y las zonas bajas propicias para posibles desembarcos. Fue en 1541 cuando por primera vez se ideó un plan defensivo en condiciones para Las Palmas. En él se propuso la construcción de una extensa muralla, con baluartes situados en los puntos más expuestos de la costa, que se extendiera por el litoral entre la ya nombrada fortaleza de La Isleta y el conocido como Charco de los Abades, en el extremo norte de la población. En este lugar, al borde de caleta de San Telmo, se sugirió la erección de una nueva torre como amparo al activo desembarcadero de Triana. Nada de esto se llevó a cabo por falta de fondos.

Durante la segunda mitad del siglo XVI las relaciones internacionales de la monarquía de Felipe II se fueron complicando cada vez más y como consecuencia, a partir de 1571, comienzan a llegar a las Islas una sucesión de ingenieros militares (Amoedo, Rubián, Torriani y Casola) con el encargo de poner a punto las defensas isleñas. Surgen entonces en Las Palmas los castillos de Santa Ana por el norte y de San Pedro Mártir (luego llamado de San Cristóbal) por el sur; además de una muralla que cerró la ciudad por ambos flancos. El plan previsto no se concretó en su totalidad, ya que quedó pendiente la ejecución de otra fortaleza en altura, sobre la montaña de San Francisco, capaz de dominar toda la ciudad. Su inexistencia facilitó la catastrófica invasión holandesa del verano de 1599, cuando las defensas recientemente construidas cedieron ante el empuje de las tropas de Van der Does.

Pronto y con gran esfuerzo, la ciudad se rehízo del desastre reconstruyendo y ampliando sus defensas. En los primeros años del siglo XVII se fortificó, por fin, el cerro de San Francisco, instalando en su base, sobre un bastión arruinado por los holandeses, una nueva fortaleza (Mata) y en su cima, dominando la ciudad, se levantó el castillo del Rey. Este bastión quedó reforzado además por dos fortines auxiliares: uno en forma de punta de diamante situado en el sector norte; y otro, como pequeño reducto, situado al sureste de la meseta. También se procedió a artillar la línea costera con la construcción en los arenales del norte (lugar por donde habían entrado los invasores) del castillo de Santa Catalina. En la zona urbana se erigieron algunos pequeños baluartes: uno protegiendo la entrada de la muralla por el norte (San Felipe el viejo); y otro, ya intramuros, sobre la marina de la calle de Los Balcones. Además, la muralla fue totalmente reconstruida tanto en su sector norte, con su puerta de Triana ahora reforzada; como por el sur, con sus puertas de los Reyes y San José. La ciudad durante el seiscientos quedó suficientemente protegida. Se había aprendido de las lecciones del pasado.

El siglo XVIII se inició con una nueva coyuntura bélica, esta vez propiciada por la guerra de Sucesión al trono de España y, a medida que la centuria avanzaba, el conflicto con los ingleses se cronificó, por lo que la Islas vivieron bajo una constante amenaza. Por ello, a mediados de siglo y bajo las órdenes del comandante general Andrés Bonito y Pignatelli, un nuevo plantel de ingenieros militares redactó un ambicioso plan de defensa para toda Canarias. Técnicos como Antonio Riviere, Francisco La Pierre, José de Andonaegui y Manuel Hernández, todos con una esmerada formación ilustrada, colaboraron en dicho plan. En Las Palmas aparecieron entonces: por un lado, las nuevas baterías de El Buen Aire y San Fernando, ambas ubicadas en flancos opuestos de La Isleta, hasta entonces desguarnecidos; por otro, el nuevo reducto de San Felipe, abalconado sobre la muralla norte; y, por último, el de Santa Isabel, cerrando la muralla por el sur en su borde marítimo.

Durante el siglo XIX las amenazas exteriores decayeron. Las distintas fortalezas empezaron a quedar fuera de uso y las murallas, ya inservibles, se derrumbaron, sobre todo las del sector norte, por donde de manera imparable Las Palmas comenzaba una expansión urbana sin precedentes hacia el nuevo polo económico centrado en el pujante Puerto de La Luz.
Tras años de despreocupación defensiva, a finales de siglo XIX vuelve la inquietud y la amenaza bélica. Canarias se había convertido de la noche a la mañana en la avanzada frontera atlántica de una España que acababa de perder sus últimas colonias a manos de los EE.UU. De forma repentina, las autoridades se vieron obligadas a proteger militarmente el Archipiélago ante un posible ataque norteamericano. Es por ello que en la ciudad se instalan nuevas baterías costeras (La Esfinge, Montaña del Faro, Roque Ceniciento, etc.) en las inmediaciones del activo Puerto de La Luz y otra más al sur, la de San Juan.

En las primeras décadas del siglo XX y con una situación internacional mucho más estable, la titularidad de las viejas fortificaciones fue paulatinamente pasando del ámbito militar al civil; aunque de nuevo, durante los años de la Segunda Guerra Mundial, volvieron a saltar las alarmas ante el peligro de invasión por parte de las potencias en litigio. Fue por ello que, de nuevo, se instalaron en puntos que se pensaron vulnerables, diversas casamatas y pequeños búnkeres de los que algunos todavía perduran.
Hoy poco queda en la ciudad de Las Palmas de aquellas históricas construcciones defensivas que a lo largo de siglos protegieron la población. Trazados viales, ampliación de líneas costeras, infraestructuras portuarias y otros variados factores urbanísticos se han llevado por delante gran parte de estos elementos. De las más de veinte instalaciones defensivas que llegaron a existir en la ciudad, hoy apenas perduran media docena, algunas en estado de abandono y otras reutilizadas con éxito para diversos usos.

Si quieres conocer algo más sobre las antiguas fortificaciones de Las Palmas de Gran Canaria solo tienes que acceder a los siguientes enlaces:
Torres y castillos:
Castillo de La Luz o de Las Isletas
Torre de San Pedro o San Cristóbal
Castillo de San Francisco o del Rey
Baterías y reductos:
Punta de Diamante (Batería de la Plataforma)
Reducto sureste del cerro de San Francisco
Reducto de la calle de los Balcones
Reducto o batería de San Felipe el viejo
Reducto o Batería nueva de San Felipe
Casamatas de la Segunda Guerra Mundial