Carnavales: tiempo de cambios y transformaciones; tiempo de disfraces, caretas y máscaras; tiempo de mostrar lo que uno no es el resto del año o lo que, por el contrario, sí es y se oculta; tiempo de comportamientos inusuales, siempre con una sonrisa en la boca; tiempo de permisividad y tolerancia; tiempo de “carpe diem”, de no pensar en problemas o en el mañana. Durante unos pocos días se representa en la ciudad una comedia surrealista y alocada, con plazas y calles disfrazadas de grandes salas de baile y con relevantes lugares públicos enmascarados tras imponentes escenarios de cartón piedra.
Buscar el origen de estas fiestas significa adentrarse en la conciencia colectiva de muchos siglos atrás. Ya se celebraban en el antiguo Egipto en honor al toro sagrado Apis; en Grecia, en honor a Dionisio; en Roma, en honor a Baco, dios del caos, la fiesta y el vino, fastos conocidos como saturnales y lupercales. Con la llegada del cristianismo, los carnavales, heredados de la Antigüedad, se manifestaron como un tiempo de transgresión antes de la Cuaresma, período de recogimiento que conduce a la Semana Santa. En la Edad Media surgen carnavales de importancia en muchas ciudades europeas: Venecia, Milán, Colonia, Mainz, Niza, etc.
Tras el descubrimiento de América los europeos llevaron estas fiestas a sus colonias, donde las antiguas costumbres se mezclaron con nuevos ritos tanto africanos como de indígenas americanos; y lo que antes se celebraba en pleno invierno en salones y tabernas de la vieja Europa, ahora se comenzó a disfrutar en el hemisferio occidental, dada la benignidad del clima, en la calle y en variados espacios públicos. Aparecieron así los carnavales de Nueva Orleans, de Salvador de Bahía, o los de Río de Janeiro, por poner algunos ejemplos.
En las Islas Canarias, situadas no solo geográficamente sino también culturalmente entre Europa y América, los carnavales arraigaron de manera profunda en contra de las autoridades civiles y religiosas, que no veían con buenos ojos unas fiestas que atentaban contra la moral y las buenas costumbres. En el siglo XVIII las familias pudientes acostumbraban celebrar fiestas de disfraces en sus domicilios, mientras el pueblo llano hacía lo mismo en tabernas y calles, siempre bajo la vigilancia de la autoridad. Durante el siglo XIX la sociedad decimonónica canaria comenzó a celebrar sus bailes carnavaleros en los teatros municipales recién inaugurados y en las sociedades de recreo tan del gusto burgués. Las casas particulares, durante esas fechas, se dejaban abiertas para que pudieran comer y beber grupos de máscaras, ahora ya conocidas con el nombre de “comparsas”.
A comienzos del siglo XX se introducen los desfiles organizados, los entierros de la sardina, aparecen las murgas y se celebran los primeros concursos para elegir los mejores disfraces y a la reina de las fiestas. El estallido de la Guerra Civil y el consiguiente régimen nacional-católico surgido de ella, provocó un frenazo en seco para esta festividad; aunque de todas formas se siguió celebrando de manera furtiva en varias localidades. Tal fue el caso de Santa Cruz de Tenerife donde se mantuvo la llama, primero de manera clandestina, para luego, desde 1961, ser institucionalizados con el nombre de Fiestas de Invierno. Con la llegada de la democracia el carnaval se transforma en la gran fiesta popular que hoy conocemos. Desde entonces la brillantez, la originalidad y la enorme participación ciudadana han convertido estas celebraciones en algo extraordinario.
Si quieres conocer más sobre los carnavales de las capitales canarias accede a los siguientes enlaces:
El Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria